El yelmo de Mambrino

Y sin embargo, nunca terminó por decirme todo. Aún después de aquella noche terrible en que acudió el buitre a carcomer la carne rancia.

Nunca supe su origen, ni mucho menos sus intenciones. Unicamente despedía tenues tonos de luz oliva mientras hablaba.

Y aún tolerando la inmundicia de sus luchas por el poder, no pude comprender. Era inevitable que la inefabilidad de sus actos sería tomada por todos como cosa propia. Y así, resurgieron un par de desollinados gigantes, que desaspados, inquirían la llamada del Quijana, que defendía a desamparados deseando haber forjado él mismo el yelmo de Mambrino.

Y fue justo el mismo inquisidor el que me recomedó dejarlo al tiempo y al aire renovarse. Pero aún después, desmortajado, con la vida latente, se deshizo en mil pedazos de hiel.

Todos los días recuerdo las veces que repetidamente me plateaba la irresolubilidad de nuestra situación. El campo en que fue definido el territorio de lucha estaba plagado de inmisericordes artrópodos rotulados como agentes secretos del antiterrorismo y consulado de Irán.

Es la pauta del Mosad la que define la presencia balística en la entrepierna del mustio; y es el mustio quien jala el gatillo y decide la carnicería que se realizará.

Recuerden siempre que antes del escape en la nave emergente hizo falta deglutir los quinientos millones de litros de agua confinada en los pulmones del vitral románico, y desahusiadamente, el de la frente arañada sólo pudo mover su mano en dimensión onanista.

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